miércoles, 29 de julio de 2015

L. y las serpientes

Y otro sueño más.
Estoy de vacaciones, creo, en un país desconocido. 
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No es difícil compartir dormitorio con L. cuando has conseguido habituarte a sus ronquidos intempestivos. Cada mañana, cuando vuelve de la ducha con el albornoz verde semicaído por los hombros, me despierta invariablemente al abrir la puerta y cerrarla para ir al baño, para volver, para salir de nuevo, para volver por segunda vez, en una sucesión de actividades demasiado frenéticas para ser las primeras del día. Demasiado frenéticas para mí, que yazgo aún en la cama, con un ojo abierto y otro cerrado, observando más en sueños que en vigilia el cuerpo desnudo de L...

Al final decido abrir los ojos -ambos- del todo, cuando me canso de las idas y venidas de L., que ya está vestida. Enciendo la luz y le digo “hola, cielo”, y ella me contesta más o menos lo mismo, y me pregunta aturulladamente que qué voy a hacer hoy, que dónde voy, que si hacemos la compra, que qué cenamos.
-No son más que las nueve -consigo articular a duras penas-, ya veremos.
Y con el “ya veremos”, respondo todas las preguntas, incluidas las relativas al fin de semana -me las hace cuando todavía es miércoles-, las de la semana que viene, las del mes que viene, las del año que viene y las de mi existencia completa. Para qué voy a preocuparme más. Estas son mis "vacaciones". Sólo sé que voy a escribir.
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Algo no va bien. Lo sé porque a L. se le ha puesto de repente la cara y la voz de mi hermana. Sigue siendo L., pero al mismo tiempo es mi hermana. Pero no puede ser, mi hermana no ha venido de vacaciones conmigo.
Entra por una rendija de la ventana un rayo de luz de color amarillo sucio, amarillo plástico y amarillo muerto. Yo, que yazgo en la cama con un ojo abierto y otro cerrado, como si hiciera guiños, pienso que mi hermana debe estar a punto de ir al instituto, que a mí me queda todavía más de una hora para dormir, hasta que venga mi madre y me despierte para ir al colegio. Debe ser invierno. Mi hermana lleva puestos los guantes de lana roja que le regalaron la navidad pasada. Me gusta observar cómo se le doblan los dedos cuando los aproxima al interruptor de la lámpara de noche para apagarla. Demasiado tarde, estoy tan despierta que posiblemente no consiga volver a dormirme antes de tener que ir al colegio. Con la voz, la cara y el cuerpo de mi hermana, L. se inclina para darme un beso en la mejilla...
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sábado, 18 de julio de 2015

Escualos

            Recuerdo haber contemplado el mar desde algún lugar elevado, punzante. Había espuma por doquier. Si alguien me pidiera un solo adjetivo para hablar de lo que vi, jamás se me ocurriría ningún otro que no fuera “blanco”. Todo era blanco. No había ni un solo lugar donde el agua no temblara y se agitara, torturándose a sí misma en un tormento secular. Todo era blanco.
            Pero había algo más. Un extraño silencio que lo inundaba todo. Un silencio inexplicable y terrible, como de pesadilla. Pero no podía estar soñando. No lo estaba, porque las piedras del suelo se me clavaban en la planta de los pies con tanta claridad que creí por un instante que empezaría a sangrar. Y sin embargo, no había sangre. Qué raro. Habría deseado que el dolor diera fruto. Que diera un fruto más rojo que el zumo de las ciruelas negras. Sólo cuando da fruto tiene sentido el dolor.  
            Quisiera haber sido capaz de saber si en aquel lugar blanco silente era posible sentir frío o calor. Tal vez eso me habría distraído de mi dolor estéril. El deseo de sangrar se vio sustituido por un gigantesco interrogante térmico. Tampoco satisfecho, también estéril.
            Blancura y silencio.

            Desde otro lugar, tú también contemplabas el agua colmada de espuma, silencio y blancura. 
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            Yo sabía que sabías que estaba allí, aunque tampoco me vieras. Contemplábamos el mismo mar...

domingo, 12 de julio de 2015

Inauguratio

Presagios

El augur examina los presagios con celo. Una bandada de golondrinas levanta el vuelo en el horizonte, desde un campo de cebada agostada por los calores de un duro estío. Una de las aves parece guiar la comitiva con decisión hasta que, a la vista de un águila que vuela en círculos, cambia la dirección de su recorrido. 
Calmada, sin espantarse, vuelve a guiar hacia el camino contrario a sus congéneres. 
El águila lo ha visto y se detiene ahora a contemplarlo todo desde la rama de una encina añeja. 

También en nosotros clava sus ojos amarillos. Uno de ellos parece cerrarse momentáneamente. 

"Omen accipio", proclama el augur, y elegimos el lugar. 


El perímetro

La yunta avanza pesada. Dos bueyes tiran y tiran, fatigosos, a la hora de la siesta. Rodeamos el lugar donde vamos a fundar nuestra Ciudad. Pasa por en medio un río caudaloso y lento, cruzado por puentes que otros construyeron, y semáforos que siempre están en verde, y espejos deformantes. La habitan palomas, escualos, damas enigmáticas, duendes desdeñosos y un enjambre de hermosas luces verdes a la hora en que el sol se pone. 

Es caótica y transitada, pero es nuestra Ciudad. 


Delimitamos

Aquí vivirán Sársara y la muchacha sin nombre. Allí, Atlántida. Junto a ella, establecerá su morada la Reina de los Cocodrilos. Para Emma hemos destinado parte de la zona sacra. 

Y en el foro, entre mostradores de libreros, pupitres de oficina, estanterías de biblioteca, circulan editores, brujas y ángeles sin alas. 


Sacrificio

¿A quién dedicamos la Ciudad? 

Sin una Tríada capitolina, sólo nos queda volver a mirar fijos a los ojos amarillos del águila. El augur, que ha sacrificado sus entrañas en once relatos, le brinda al pájaro su alma, su corazón y su vida. 
Dividimos el territorio. Once parcelas y un camino difuminado entre ellas.

Comienza a anochecer. Cae la oscuridad y la Niebla...