Recuerdo haber contemplado el mar
desde algún lugar elevado, punzante. Había espuma por doquier. Si alguien me
pidiera un solo adjetivo para hablar de lo que vi, jamás se me ocurriría ningún
otro que no fuera “blanco”. Todo era blanco. No había ni un solo lugar donde el
agua no temblara y se agitara, torturándose a sí misma en un tormento secular.
Todo era blanco.
Pero había algo más. Un extraño
silencio que lo inundaba todo. Un silencio inexplicable y terrible, como de
pesadilla. Pero no podía estar soñando. No lo estaba, porque las piedras del
suelo se me clavaban en la planta de los pies con tanta claridad que creí por
un instante que empezaría a sangrar. Y sin embargo, no había sangre. Qué raro. Habría
deseado que el dolor diera fruto. Que diera un fruto más rojo que el zumo de
las ciruelas negras. Sólo cuando da fruto tiene sentido el dolor.
Quisiera haber sido capaz de saber
si en aquel lugar blanco silente era posible sentir frío o calor. Tal vez eso
me habría distraído de mi dolor estéril. El deseo de sangrar se vio sustituido
por un gigantesco interrogante térmico. Tampoco satisfecho, también estéril.
Blancura y silencio.
Desde otro lugar, tú también
contemplabas el agua colmada de espuma, silencio y blancura.
...
Yo sabía que sabías que estaba allí,
aunque tampoco me vieras. Contemplábamos el mismo mar...
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