sábado, 18 de julio de 2015

Escualos

            Recuerdo haber contemplado el mar desde algún lugar elevado, punzante. Había espuma por doquier. Si alguien me pidiera un solo adjetivo para hablar de lo que vi, jamás se me ocurriría ningún otro que no fuera “blanco”. Todo era blanco. No había ni un solo lugar donde el agua no temblara y se agitara, torturándose a sí misma en un tormento secular. Todo era blanco.
            Pero había algo más. Un extraño silencio que lo inundaba todo. Un silencio inexplicable y terrible, como de pesadilla. Pero no podía estar soñando. No lo estaba, porque las piedras del suelo se me clavaban en la planta de los pies con tanta claridad que creí por un instante que empezaría a sangrar. Y sin embargo, no había sangre. Qué raro. Habría deseado que el dolor diera fruto. Que diera un fruto más rojo que el zumo de las ciruelas negras. Sólo cuando da fruto tiene sentido el dolor.  
            Quisiera haber sido capaz de saber si en aquel lugar blanco silente era posible sentir frío o calor. Tal vez eso me habría distraído de mi dolor estéril. El deseo de sangrar se vio sustituido por un gigantesco interrogante térmico. Tampoco satisfecho, también estéril.
            Blancura y silencio.

            Desde otro lugar, tú también contemplabas el agua colmada de espuma, silencio y blancura. 
...
            Yo sabía que sabías que estaba allí, aunque tampoco me vieras. Contemplábamos el mismo mar...

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